La mañana de partida hacia el aeropuerto de Kilimanjaro era como abandonar África. La sensación de tener que coger el avión hacia Zanzíbar era como despedirse de las personas que deambulan por las carreteras a todas horas, de los mercados locales, de los niños sonrientes, de las motos y bicis cargadas a tope, entre otras cosas. Pronto descubriríamos que no era así pero el último día siempre es especial en ese sentido.
Con una parada en Moshi para comprar algunas telas en el mercado con la correspondiente negociación de nuestro guía Fredy, llegamos al aeropuerto y nos despedimos de nuestros compañeros de viaje. Fredy y Jobin fueron el resto del grupo de viaje, con los que compartimos muchas risas, interminables horas de coche, chistes y barbaridades varias por mi parte, entre tantas cosas. Tendremos que esperar en el aeropuereto nuestro vuelo rellenando postales para familiares y amigos hasta que se haga la hora de partir. Con las ganas de llegar las horas de espera se hacen más llevaderas y pronto estaremos en la isla.
Al llegar a Zanzíbar el ritmo se ralentiza aún más si cabe. La primera impresión que nos llevamos es la de recoger las maletas de la mano de una persona que las trae del carro una a una, algo que denota cómo son las cosas aquí de manuales, sin casi automatismos. La puerta del muro amarillo es de donde saldran nuestras maletas de la mano de los operarios. Una vez con el equipaje en la mano y pasada la incertidumbre que uno tiene en estos momentos en los que las maletas no salen, salimos en busca de la persona que nos recoge para llevarnos al hotel en un taxi, al que se unen dos españoles más que aprovechan el tirón.
Debemos recorrer la isla de un extremos a otro, lo que nos llevará un par de horas. De camino podemos encontrar la misma cantidad de gente por las carreteras, los mercados y otras tantas cosas como en el continente. El cambio más radical es el calor. Entre charlas de nuestro viaje llegamos al hotel en el que empieza a cambiarnos la cara. Nada más entrar con las maletas y recorrer el camino que lleva hasta recepción podemos ver la playa, que se encuentra a escasísimos metros de las cabañas de hojas de banano y palmera, con la interminable extensión de arena a ambos lados, mires donde mires. La boca se nos abre y no se nos cierra hasta pasado mucho rato.
Nuestra cabaña es la segunda mas cercana a la playa, con una pequeña pérgola, forrada de madera y una cama que invita a despertarse con el ruido del mar de fondo. No hay cristales en las ventanas, únicamente una cortina nos separa de las frescas noches isleñas.
Afuera las vistas llaman a la calma absoluta y el relax. Aquí la vida toma otro ritmo, dudo mucho que la gente sufra de infartos por estrés. Los cocoteros se alzan a las puertas de nuestra choza y andar descalzo se convierte en una religión por la finísima arena proviniente del coral.
La playa se convierte en el reino de los amantes del kite surf. Cientos de surfistas hacen volar sus cometas entre bañistas y cayucos incansablemente. Nosotros los obervamos desde las hamacas o paseando desde la orilla.
Uno no alcanza a ver el extremo de la playa. Incluso se pordría dar la vuelta a la isla practicamente sin dejar de tocar la arena y más todavía con la marea baja, en la que el agua se retira a una distancia que para mojarse las rodillas uno tiene que andar un largo rato con el agua hasta los tobillos.
La puesta de sol nos ofrece un momento casi mágico, las nubes al fondo, el color del sol, el rugir de las olas en el arrecife y el olor a mar nos hacen sentirnos en el mismísimo paraíso. De repente a uno le desaparece cualquier rastro de preocupación que le pueda quedar. Para colmo nos encontramos con dos compañeros de viaje que conocimos en el Serengeti; Ruben y Susana. No se puede pedir más!!!
1 comentario:
Quina pau i tranquilitat!! Van ser dies de relax total.
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